Ya en la zona residencial el viento me da la bienvenida, las alargadas hojas del eucalipto de la esquina se movían, más que lo que tienen por costumbre -ellas de por sí ya parecen un chorro de vida color de olivo que se desborda de las ramas-, oigo su sonido, ¡y en verdad pareciera que el agua estuviera pasando en torrentes por el cielo! Atravieso una calle algo oscura, en cada extremo un edificio: uno rojizo y el otro más claro, casi blanco. Los observo detenidamente, de abajo hacia arriba, de verdad hace un silencio hermoso en el medio de las voces del llamado.
Noto que al lado de cada edificio, en el cielo, hay una estrella que asemeja el color de cada uno, una rojiza, hermosa y particular, a la izquierda; otra blanca y brillantísima a la derecha -pareciera que hubieran echado un manto negro sobre el día y hubiera quedado ese pequeño agujero al rozar uno de los rayos del sol-, se miran, igual que las dos torres, sin altivez, sin riña, siempre es música entre ellos. En la otra calle reina la oscuridad. La blancura de una lechuza la atraviesa, callada, sabe que las voces no han terminado de cantar.
Cactus a mi derecha, oscuros, tranquilos, esconden entre sus ramas tanta vida: iguanas que descansan de pasar el día asoleando su piel, tal vez es la luz del sol que las hace brillar tanto para que nos ofrezcan ese espectáculo tan bello que es mirarlas. A mi derecha, postes de luz dan la iluminación necesaria para que la oscuridad siga siendo hermosa. El viento vuelve a arremeter con toda su finura contra mis cabellos y las hojas de los arboles que marcan mi sendero las voces vuelven a empezar, los revuelve; ellas hacen ruido, ellos prestan a mis ojos nuevas formas de ver el mundo a través de ellos. Paso debajo de un ultimo árbol mas grande que todos los anteriores, frondoso, su silueta no se veía contra ninguna luz, no deja que ninguna lo atraviese.
