6 ago 2009

Relatividad

Soy el después de la supernova
el ojo del huracán
la pausa entre terremotos
la paz frágil entre el caos.
Estoy
y no estoy
me sienten
pero me pierdo entre los sentidos,
soy ese momento que se anhela,
y que llega,
luego el caos y me olvidan...
Sepultada entre memorias
espero latente a resurgir,
y de nuevo el caos...

Verona Cervantes

2 ago 2009

Étrange dieux

“Enmanuelle…

De verdad, ya no te quiero, no como antes. Es increíble como pasa el tiempo.

Hace casi dos años te abandonaba porque me aburrías, ahora te busco porque me aburro. Ya no te amo, ni tu a mí, pero como nos necesitamos… Ahora solo me ofreces esa sensación de satisfacción que de seguro yo también te produzco al estar cerca el uno del otro. Me da vergüenza decirlo, pero, somos tan grandes… Somos muy grandes en realidad, ¿no lo sientes? Somos inmensos, ¡gigantes!

Cuando éramos novios me decías que siempre te sentiste rechazado, pero superior, y yo te decía lo mismo. El rechazo es de los grandes, ¿no lo crees? Lo mejor del caso es que siempre fuimos grandes, y cuando estuvimos juntos la grandeza no se dobló, creo que se triplicó más bien…

Sí, se triplicó. Ahora me cuentas las deficiencias de tu novia, y sinceramente no lo puedo creer, jamás te imaginé hablando así de una mujer conmigo. Jamás me hablaste así de tu ex cuando fuimos novios, más bien eras un caballero enfermizo, demasiado caballero; llegabas a un punto en el que me molestabas, a mí, acostumbrada a los hombres rastreros. En un momento sentí que eras mucho para mí, hasta que me di cuenta de que no era así, me di cuenta de la reina que soy y del rey que eres tú. Todavía eres así conmigo.

No estamos juntos, ¡pero como nos complementamos! Muchas personas -esa clase de gente que no nos gusta, pero existe- me dijeron, mejor dicho, nos dijeron que éramos muchas cosas. Yo no sabía si creerles, tu solo sabías que éramos inmensamente poderosos, lo sentías cuando estabas solo, y cuando estabas junto a mi sentías que teníamos la fuerza del universo en nuestras bocas, en la garganta, a punto de estallar en epifanías, en mandatos a la podredumbre habitante de esta hermosa tierra. Separados somos grandes, juntos somos poder encerrado en cuerpos de miradas tristes, ¿no lo sientes?

¿No te sientes un dios a veces? Yo sola me siento una diosa, pero cuando estoy contigo siento que Gaia es mi mano derecha, ¿si me comprendes? Esto es demasiado para mí, nos necesitamos demasiado. No nos amamos, pero como nos necesitamos.

Se que te diste cuenta de esto hace mucho porque hace poco me lo insinuaste, se que lo nuestro fue la mejor etapa de nuestras vidas, y se que sientes que no volverás a vivir algo tan grande con nadie porque sencillamente no hay nadie tan grande como tú que no sea yo, y lo se porque yo también me di cuenta, y todavía lo siento, más que nunca. Sonará todo muy arrogante, pero tú sabes que es así. ¿Estoy loca?

Lo siento, este montón de locuras tenía que ser escrito, no podría decírtelas de frente jamás, no me atrevería.

Cecile.”

Esta carta la encontró hoy la madre de Enmanuelle y no tardó en enseñármela, de verdad lamenté mucho decirle que la única respuesta lógica que le podía dar a sus inquietudes es que, según la fecha, la carta fue escrita por Cecile Serrat para Enmanuelle Gómez hace un año. Transcurrida una semana, es la única pista que contribuye a aclarar –muy poco por cierto- el hecho de que el matrimonio Gómez Serrat, ahora venerado, se elevara por los cielos, envueltos en la luz más blanca que Barcelona haya visto.

¡Ajá!

Es extraño verlos desde aquí haciendo lo que hacemos todos los días. Las ganas de unírmeles me invaden, pero me controlo. No puedo. Tengo que escribir.

Lentamente mueven la cabeza haciendo círculos alrededor de su cuello, abren la boca cuando van hacia atrás. Cierran los ojos. Poco a poco deja de existir el trabajo que no se entregó, el profesor que te llamó vago, el grito de mamá antes de salir, el dolor de las piernas por haber bailado tanto el sábado, el hambre de las doce del mediodía… Se relajan, se relajan… Suena un “¡ajá!”, y se acaba el trance.

Los dedos del dueño del “¡ajá!” cabalgan por un suelo blanco agrietado, interrumpido en cada cierto número de grietas por angostas y alargadas mesetas negras. Cada pisada es un sonido que recorre todo el salón, recorre el aire, entra por los oídos de las cabezas antes giratorias y las recorre hasta llegar al oído de su alma, donde se transforma y busca emerger por la boca abierta de par en par. “Muchachos, así no, si no les sale del corazón, que les salga de las tripas.” Y sale al fin el sonido, pero no con el anterior golpe de la pisada, sino con la suavidad de quien sale de una cueva luego de merodear en sus entrañas, o sus tripas.

Todo se vuelve sonido. Todos dicen lo mismo, pero con diferente entonación y melodía. Todo es polifonía. Sentaditos con la espalda recta y las nalgas en la orilla del asiento, las plantas de los pies son uno con el suelo. Regina coeli laetare resuena en el salón. “Los ángeles bajaron” dicen algunos, sonrientes. “Qué estarán cantando ahora…” dicen otros, mientras se apretujan para ver al “bomboncito” del periodiquito. Reaparece la voz, esa del “¡ajá!”, emite sonidos pero no son un “¡ajá!”, son un “ok muchachos, está afinado, ahora háganlo bonito, ¡por favor!”

Por una cotiza♪

¿Alguna vez se han preguntado qué inconvenientes puede tener un estudiante de Letras a la hora de conseguir un libro?

Ya sea porque lo necesita académicamente o sólo porque siente el deber de tenerlo, estas cosas seguro sólo te suceden si estudias Letras en Maracaibo.

Cuando Luciana me dijo que la acompañara a comprar un libro en la tarde, de pensar que estaría sin almuerzo hasta quien sabe que hora se me quitaban las ganas de ir, claro, hasta que supe de que libro se trataba: nada más y nada menos que de “Cartas a un joven poeta” de Rainer María Rilke, ese librito que hace que le agarres un amor entrañable a la fotocopia que tienes de él en la carpeta. En fin, salíamos del ensayo con el orfeón universitario, y le pedí que primero me acompañara al banco, dentro del cual estábamos cuando empezó a llover como si se hubiera roto el tanque del cielo. Esto no nos hubiera molestado si ese día en particular no hubiéramos decidido ir a clases vestidas como estábamos: ella con una franelilla y yo con una blusa blanca un tanto transparente, de esas que si se mojan no dejan nada a la imaginación.

Después de la odisea que significó tomar el bus que no era y tener que volver a mojarnos para embarcarnos en el bus que sí era, del otro lado de la calle, logramos llegar a salvo a la intersección de la avenida Bella Vista con Cecilio Acosta, a una escasa cuadra del Centro Comercial Costa Verde. ¡Nada más faltaba una cuadra! Pero claro, no fue tan fácil como se lee, sino el relato no tendría gracia (si es que al final la tiene), y es que quien conozca esa zona de Maracaibo sabe que cuando llueve pareciera que el Orinoco atravesara la ciudad a través de Cecilio Acosta, y por supuesto, nosotras teníamos que atravesarlo para llegar a la librería.

Después de varios intentos fallidos por conseguir una “cola” que nos llevara solamente hasta el otro lado de la calle, decidimos terminarnos de mojar, total, ¿qué más daba? Sólo nos faltaba el jabón.
Tratamos de buscar la parte menos honda del torrente, y, suertudas nosotras, conseguimos que el agua nos cubriera aproximadamente hasta 10 centímetros por encima de los tobillos. Mientras chapoteábamos en la corriente, ya en la mitad del torrente, de repente sentí como sacaba un pie descalzo de la corriente, y al voltear pude divisar a la sandalia que una vez fue mía, con complejo de Magallanes, navegando calle abajo, seguramente con muchas ganas de volver a la universidad porque a los segundos ya no la podíamos ver. Al verme con un solo pie calzado, decidí dejar a la compañera de la escapada ingrata, y caminar descalza esa escasa cuadra.

Fue una hazaña divertida, y sin duda un día diferente: la gente mirándome como a un extraterrestre –bueno, eso no es tan diferente, pero al menos se que esta vez me miraban raro porque iba descalza-, las caras incrédulas de los empleados de la zapatería al ver llegar a una clienta descalza –y es que debe ser extraño ver a una mujer comprando zapatos por verdadera necesidad-, las risas y las fotos entre Luciana y yo…

No hubiera sido tan malo, de no ser porque los dos últimos ejemplares del libro se habían vendido ese mismo día en la mañana.

Una nota...

Sentirte contagiado de la alegría de los gitanos dentro de una plaza de toros en la España del siglo XIX, sólo con oír una pieza, es algo excepcional. Casi que sientes las rosas rozándote la cabeza mientras son lanzadas al triunfador de la arena, ser que puedes odiar por su oficio, pero lo olvidas cuando empieza la música. Llorar por la tragedia de una mujer excomulgada por quedar embarazada siendo soltera en la Italia de finales del siglo XIX, sólo con escuchar el intermezzo de la ópera, te revela cuánto amor sientes por ese arte tan transparente y completamente sincero que es la música, esa que muchos llaman “la verdadera música”. Ella no miente.

Cada vez que escucho una canción me transporta a las circunstancias que describe, sean tristes o alegres, e independientemente del estado de ánimo que me embargue. Las notas alimentan mi alma, la van llenando de paz hasta que la armonía es incontrolable, y surgen de mí cargadas de más vida que cuando entraron. Ellas me poseyeron y ahora yo las manejo a mi antojo, las saboreo mientras salen, siento sus vibraciones, y soy feliz.

Tonos, semitonos, esos bemoles y sostenidos que a veces me hacen doler la cabeza por su dificultad, una vez dominados traen consigo una satisfacción que no logro comparar con ninguna otra. Manejarlos es lo que hace que un día haya valido la pena, sin importar que hubiera pasado antes o después.

Creo que ha llegado la hora de leer la vida como la más bella de las melodías. Sin necesidad de tener la partitura en la mano, es el momento de cantar piano los miedos y fortíssimo los sueños, hacer un descrecendo en las dudas y vivir.

El dinosaurio

“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”
(Augusto Monterroso, “El dinosaurio”)



Él no sabía como había llegado allí, ni por que lo veía.

Llegó a creer que se trataba de una especie de castigo, ¿pero todo eso sucedía sólo por haberle cortado la trenza a Juliana en el colegio? ¡Es que sólo él lo veía!

Esa noche no durmió. Ver a su inmenso y extraño huésped comerse la planta de la jaula donde vive su iguana Rocky, sin duda ocupaba toda su atención. Tampoco entendía por qué iba con él a la escuela, y mucho menos como llegaba antes que él, y es que, ¿cómo semejante criatura entraba por la puerta del salón de clases, si ocupaba casi todo el espacio libre de su cuarto con su cuello tan largo?

El pobre chico estaba desconcertado. Tenía ya varios días en vela, en un momento pensó que su imaginación le hacía una jugarreta por la falta de sueño. Así que decidió tratar de dormir.

Durmió profundamente durante largas horas, y casi se despierta tarde para ir al colegio. Salió disparado de la cama sin siquiera pensar en algún extraño de cuello largo; después, se alistó con una rapidez como la de Rocky corriendo cuando le llevan mango.

Estando listo ya, uniformado y peinado de una manera tan impecable —cosa que sin duda sorprendería a su maestra, siendo tan extraño en él tener el más mínimo orden—, justamente en el momento en el cual abre la puerta de su cuarto para bajar a desayunar, sus ojos, excesivamente agrandados, no daban crédito a lo que veían: un extraño pero conocido personaje gris de cuello largo acostado en el pasillo, el cual alza la cabeza y le dice con voz perezosa: “Sebas, hoy es sábado”.